Alicia Herraiz Gutiérrez - Jue, 05/12/2019 - 11:41
En los años cuarenta del siglo pasado Edward Sapir y su discípulo Benjamin L. Whorf propusieron la idea de que la lengua influye en el pensamiento. Esto supone que a través de las palabras se puede cambiar la forma de pensar. Sapir y Whorf eran psicólogos, además de optimistas. Los lingüistas y filólogos, que de tanto pensar en la flexión del verbo y la etimología nos hacemos unos cínicos, creemos que se trata de lo contrario: la lengua refleja nuestro pensamiento.
Por eso, si nos fijamos en el uso de la lengua en los últimos años queda clara una cosa, la crisis climática se aprecia no solo en los fenómenos meteorológicos y el impacto sufrido por flora y fauna, sino que llega hasta nuestra forma de hablar.
La acción humana es uno de los agentes climáticos fundamentales. Una de las causas de esta influencia antropogénica sobre el cambio climático es la desconexión que se ha producido entre el hombre y el medio ambiente. La humanidad se ha concentrado en la explotación de los recursos por encima de su mantenimiento, dando la espalda al ecosistema y pensando en el mismo solo en términos de productividad. Esto supone que ahora ya no hablemos del clima como se hacía antes. La prueba de ello es que han desaparecido palabras que antaño servían para describir pequeños matices de los efectos meteorológicos.
Así, puede que todavía recordemos lo que es la escarcha, el rocío congelado durante la noche; pero hemos dejado que desaparezca de nuestro léxico la cencellada, esa espectacular formación de plumas de hielo que se produce solo cuando un banco de niebla se congela. Del mismo modo, nombres como Cierzo, Mistral o Terral, que antaño servían para indicar la dirección y calidad de diversos vientos, ahora apenas tienen presencia y a lo sumo aparecen en un crucigrama. Ocurre de igual manera con la cellisca, esa mezcla de agua, nieve y viento. Más paradigmático es el caso de la nevasca, la tormenta de nieve y granizo que se produce en la montaña y que en cuestión de décadas se ha desvanecido de nuestro léxico.
La extinción de las palabras es un síntoma más de la participación humana en el cambio climático. Esta reducción léxica refleja la desconexión que se ha producido entre el hombre moderno y el entorno. Dejamos de pensar en el medio ambiente y por tanto de ser capaces de distinguir y apreciar los diferentes fenómenos climáticos, por lo que se dejaron de utilizar aquellos términos con matices más precisos: cencellada, Cierzo, cellisca.
Al mismo tiempo, ha aumentado el uso de palabras que nunca tuvieron una presencia significativa en nuestro acervo lingüístico. Este es el caso de inundación y su hermana pequeña la riada cuyo uso ha aumentado de forma considerable desde los años 80 según el índice de frecuencia textual Ngram. Más revelador es el caso de huracán que entre la década de los años 80 y 90 prácticamente dobló su frecuencia de uso.
Es la hora de hablar seriamente del clima antes de que se extingan las palabras y con ellas nuestra voz.
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