Daniel Aquillué Domínguez - Jue, 14/03/2024 - 10:22
Constituciones de 1812 y 1837 en el Museo de las Cortes de Cádiz. Fotografía de Emilio L. Rodríguez Posada para Wikipedia Commons.
Serie: 'Las ideas que nos vertebran' (VI)
En la historia contemporánea las constituciones de los distintos estados-nación han plasmado distintas ideas políticas. España vivió similares dinámicas a otros países de la Europa continental, teniendo una larga trayectoria constitucional con el Estatuto de Bayona de 1808, la Constitución de Cádiz, el Estatuto Real de 1834, las constituciones de 1837, 1845, 1869, 1876, 1931 y 1878. En el siglo XIX predominó el liberalismo, si bien podía tener distintas variantes: un carácter iusnaturalista como la Constitución de 1812, progresista de época posnapoleónica como la de 1837, doctrinario como la de 1845, democrático como la de 1869… En las siguientes líneas se analiza brevemente el texto constitucional de 1837 y las ideas liberales que en él se plasman, fruto de las experiencias previas de 1810-1812 y 1820-1823, el contexto internacional de Europa occidental y su inexcusable contexto histórico de guerra civil carlista y triunfo revolucionario en 1836.
Se debe señalar que la Constitución de 1837 fue acompañada de todo el aparato legislativo que le rodeó y la puso en práctica en un contexto de agitación, movilización y politización de la sociedad española. Las Cortes electas por sufragio universal masculino indirecto, tras la revolución de julio-agosto de 1836, fueron de amplia mayoría progresista, dividiéndose estas en dos tendencias, una más templada y otra más avanzada. Además de elaborar la nueva constitución, también reinstauraron la legislación del Trienio Liberal de 1820-1823, especialmente en materia de Milicia Nacional y poderes locales. A eso se añadió una nueva ley electoral. La Constitución de 1837 fue un producto del debate entre las corrientes del liberalismo avanzado. A continuación, se analizan algunas cuestiones.
En primer lugar, la soberanía nacional fue clave pues de ella nacían todos los poderes, incluido el monárquico. La Constitución de 1837 emanaba exclusivamente de unas Cortes soberanas que reconocían como reina constitucional a Isabel II. El monarca ejercería una parte del poder, la que la Constitución dictaminase. Tras la experiencia revolucionaria, el liberalismo posnapoleónico reforzó los lazos entre ejecutivo y legislativo considerando necesario aumentar los poderes de la Corona para que ejerciera de árbitro político. Para ello dieron a la monarquía la facultad de convocar, suspender y cerrar las Cortes, y el veto absoluto de las leyes, siendo la real persona inviolable aunque no así sus ministros que serían responsables ante las Cortes. Eso sí, quien quisiera gobernar en el sistema que estaban erigiendo, debía tener una doble confianza, la del rey y la del parlamento, no bastaba solo con la primera, pues entonces aquel ministerio se acercaría peligrosamente al despotismo.
En segundo lugar, la cuestión del sufragio. En la Europa posnapoleónica se decantaban por el voto función, que conllevaba inevitablemente una restricción del mismo -a la propiedad y/o los capaces-, y por un sufragio con método directo. Dos leyes marcaron tendencia: la ley electoral francesa de 1817 y la británica de 1832. Los progresistas de los años treinta combinaron en su ideario el voto como derecho y el voto como función, debatiendo sobre el método indirecto o directo, siendo un debate más de formas que de contenido ya que todos querían unos representantes nacionales adecuados, es decir, que tuvieran capacidad demostrada generalmente por la propiedad. Eso sí, no concibieron el sistema electoral como algo estático, una imagen congelada de los electores –como hicieron los moderados- sino como un horizonte abierto al camino de un progreso tutelado por ellos que transformaría al pueblo –virtuoso pero todavía inmaduro- en laboriosas clases medias que podrían disfrutar de derechos políticos. El 20 de julio de 1837 fue promulgada la nueva Ley Electoral en la cual la propiedad demostraba la educación, inteligencia, independencia y capacidad. Para cuantificarla y formar un cuerpo electoral se utilizó la contribución, estableciéndose una cuota de 200 reales, incluyendo a ciertas profesiones, labradores ricos y arrendatarios varios, este electorado al que se podía acceder por siete vías abarcó inicialmente a 267.290 votantes.
En tercer lugar, esta constitución creó una cámara alta: el Senado. Este se concibió como colegislador y no tanto como órgano conservador, elegido por los mismos electores que el Congreso, tras lo que la monarquía designaba entre esa lista resultante. La necesidad de esta cámara tras el periodo constituyente –y no antes- la compartían todos los progresistas.
Por último, además de todo ello, dos artículos constitucionales eran consustanciales al progresismo y auténticas hidras de la revolución para el moderantismo: el artículo 70 que garantizaba la elección de los ayuntamientos y el 77 que establecía la Milicia Nacional.
Bibliografía:
Varela Suanzes-Carpegna, J. (2013): La monarquía doceañista (1810-1837). Avatares, encomios y denuestos de una extraña forma de gobierno. Marcial Pons.
Aquillué Domínguez, D. (2020): Armas y votos. Politización y conflictividad política en España 1833-1843. Institución Fernando el Católico.
Editor: Universidad Isabel I
ISSN: 3020-1411
Burgos, España
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