Sergio Quintero Martín - Mar, 30/09/2025 - 12:13
Joven aburrida.
Serie: 'Las ideas que nos vertebran' (XIX)
En un primer momento, afirmar que el aburrimiento es esencial para la reflexión puede parecer una afirmación antintuitiva, incluso contradictoria. Sin embargo, pensar en el aburrimiento más allá de su concepción ordinaria como una experiencia negativa nos ubica en un umbral a la vez fecundo y crítico. El fenómeno del aburrimiento puede verse como un espacio liminar del que emergen nuevos e inesperados modos para cultivar la reflexión, la creatividad y el autodescubrimiento.
Más aún, en la actual cultura que nos atraviesa, marcándonos con las cicatrices invisibles de la aceleración y la hiperestimulación, el fenómeno del aburrimiento se percibe como un fracaso cargado de culpabilidad, como la incapacidad palpable de aprovechar auténticamente el tiempo. En especial hay dos autores contemporáneos que han abordado el tropo del aburrimiento con una intensidad particular, me refiero a Walter Benjamin y Byung-Chul Han. Si bien, como veremos, sus diagnósticos difieren, ambos coinciden en situar el aburrimiento en el centro de una compresión crítica de nuestra modernidad tardía.
Pensamiento de Benjamin
En la obra y el versátil pensamiento de Benjamin, el aburrimiento (Langeweile) ocupa un lugar que si bien es discreto, resulta decisivo a la hora de adentrarse en su visión del tiempo y la experiencia. No se trata, por tanto, de una simple emoción subjetiva, sino que dentro de sí se muestra un fenómeno dialéctico que revela tanto la alienación capitalista como la posibilidad de resistencia. En El libro de los pasajes (1983), Benjamin observa cómo la vida urbana, con su repetición monótona y su tiempo homogéneo, engendra un tedio que parece paralizante. El capitalismo transforma el tiempo en un continuum vacío, donde los días se suceden sin acontecimientos significativos. Sin embargo, este mismo vacío abre la posibilidad de ruptura: el aburrimiento, al detener el flujo de la vida mecanizada, abre un intersticio para la emergencia de lo nuevo.
La quietud forzada del aburrimiento, lejos de ser improductiva, permite que los objetos cotidianos se vuelvan densos y revelen dimensiones insospechadas. El aburrimiento es así una invitación a la imaginación, a demorarse en lo insignificante, a transformar la experiencia en narración. Incluso la figura del flâneur, de ese paseante urbano sin rumbo fijo que describe Benjamin, encarna un aburrimiento activo y contemplativo que desafía la lógica de la utilidad. Caminar sin propósito, detenerse ante lo efímero, mirar lo que la sociedad productivista descarta: todo ello constituye un acto de resistencia frente al imperativo de la eficiencia.
De la misma manera, este potencial subversivo y líquido del aburrimiento se infiltra en sus reflexiones políticas. En sus famosas Tesis sobre la filosofía de la historia (1942), denuncia la idea de progreso nuevamente como un continuum vacío que arrastra al sujeto sin pausa. El acontecimiento revolucionario, sostiene, exige interrumpir ese tiempo muerto, fracturar la cinta transportadora del progreso. El aburrimiento, en este sentido, no es mero síntoma de alienación, sino condición de posibilidad de la experiencia genuina y de la acción transformadora. Como escribe en El Libro de los Pasajes:
El aburrimiento es el pájaro de sueño que incuba el huevo de la experiencia. Una calma profunda lo rodea, en la que se sumergen los pensamientos más profundos y los recuerdos se levantan como niebla.[1]
Pensamiento de Han
El diagnóstico de Byung-Chul Han nos sitúa en un registro muy distinto, puesto que sostiene que la sociedad contemporánea ha perdido la capacidad de experimentar el aburrimiento profundo. En su obra La sociedad del cansancio (2010), Han describe cómo vivimos bajo un régimen de hiperestimulación constante, diseñado para impedir cualquier pausa. Las redes sociales, la multitarea y la obsesión por la productividad colonizan cada instante de nuestra vida, de modo que el aburrimiento ya no se manifiesta como un vacío fértil, sino como un hastío superficial. Se trata de un aburrimiento estéril, fruto no de la falta de estímulos, sino de su exceso.
La crítica de Han no se limita al plano psicológico. El aburrimiento, entendido en su forma genuina, es también un fenómeno político. Sin pausa no hay contemplación, y sin contemplación no hay Eros, entendido como apertura al otro y capacidad de deseo. La desaparición del aburrimiento profundo, nos recuerda Han, implica también la desaparición de esa dimensión erótica que sostiene la vida en común. En palabras de Han:
Hoy nos aburrimos de otra manera. El aburrimiento profundo, ese que abre un tiempo de espera y contemplación, ya no es posible. Nos falta la capacidad de demorarnos. El tiempo está atomizado en un presente puntual, sin duración.[2]
Recuperar la capacidad de aburrirse sería, por tanto, un gesto de resistencia frente al psicopoder contemporáneo, que exige estar siempre ocupado, siempre disponible, siempre activo.
Contraste de Benjamin y Han
El contraste entre Benjamin y Han resulta iluminador. Mientras el primero concibe el aburrimiento como un umbral todavía disponible, capaz de incubar experiencia y memoria, el segundo lo presenta como una experiencia casi extinguida en la sociedad del rendimiento. Benjamin lo entiende como posibilidad presente, Han lo ve como pérdida histórica. Sin embargo, ambos coinciden en que el aburrimiento es inseparable de la temporalidad: es un modo de detener el tiempo homogéneo y abrirlo a la densidad de la experiencia. Allí donde Benjamin aún vislumbra un potencial emancipador, Han señala la urgencia de recuperarlo como gesto de resistencia.
Aunque tanto Benjamin como Han insisten en la dimensión fértil o emancipadora del aburrimiento, es necesario reconocer que este fenómeno también puede adquirir formas destructivas. Por ejemplo, Søren Kierkegaard lo describía lo definía como “la raíz de todo mal”, una fuerza demoníaca que lleva a las personas a la desesperación. En Arthur Schopenhauer, el aburrimiento aparece como el reverso inevitable del deseo: una vez satisfechas las necesidades, emerge el vacío existencial y el tiempo se experimenta como insoportable. En estas visiones, el aburrimiento no conduce a la contemplación, sino a la angustia o a la nada.
Para que el aburrimiento pueda adquirir una densidad fértil se requiere de un contexto que lo sostenga: un tiempo no colonizado por la necesidad ni por la compulsión al rendimiento. Solo allí el aburrimiento se convierte en incubadora de experiencia, en pausa creadora, en resistencia frente a la aceleración. Es por eso que, quizá, en una época que glorifica la hiperactividad, reivindicar una sociedad del aburrimiento pueda ser, paradójicamente, un camino hacia una vida más atenta, más creativa y más humana.