Sergio Cañas - Mié, 23/03/2022 - 10:00
El Motín de Esquilache. Dibujo de E. Zarza y litografía de J. Donon incluido en De los Ríos, J. A. (1864). Historia de la villa y Corte de Madrid. Fuente: wikimedia.
Serie: 'Haciendo Historia' (LXXIV)
Tal día como hoy de 1766 tuvo lugar el episodio histórico conocido coloquialmente como el Motín de Esquilache. Si bien la realidad de los hechos obliga a denominarlo como el Motín contra Esquilache como hiciera Olaechea en su momento. Se trató de toda una tormenta política sucedida en el reinado de Carlos III porque lejos de ser flor de un día, propició el estallido colectivo popular a lo largo y ancho de la España peninsular. Marcando así un hito histórico continental en su momento presente y en todo el siglo XVIII. Además de su importancia como hecho histórico singular, fue el preludio de otros motines españoles que preñaron la primavera de 1766 y “fueron los más grandes de Europa, hasta los acaecidos en Francia en 1789” (González Calleja, 2020, p. 21). Cuestión que por su complejidad, desarrollaremos en dos artículos.
Aunque el tema que nos ocupa no llegó a derivar en una Revolución que minase las bases del Antiguo Régimen, no por ello se debe minusvalorar la capacidad transformadora de esta protesta colectiva popular. Pues el motín “desbordó bien pronto los caracteres de una algarada y tomó visos de revolución, políticamente tan honda como para constituir el epicentro del reinado” de Carlos III (Escudero, 2001, p. 307). Este preludio español de la Revolución francesa, tal y como lo han visto varios especialistas, fue un hito dentro de la cronología de la historia de la crisis del Antiguo Régimen europeo (Vilar, 1972) y “un esquema que anticipa en sus comienzos, de forma impresionante, las jornadas parisinas de 1789” (Fernández Álvarez, 1979, p. 437). Ya que por mucho que el Motín contra Esquilache iniciado el 23 de marzo de 1766 fuera un “apasionante acontecimiento histórico” en el reinado de Carlos III, esta “violenta algarada” no puede estudiarse ni entenderse sola, en sí misma, como un hecho excepcional y aislado. Ya que está “estrechamente vinculado y en conexión inseparable con los motines y convulsiones” sucedidos en más de cien municipios de la España peninsular (Olaechea, 1878, p. 75).
Carlos III con el hábito de su Orden retratado por Mariano Salvador Maella (ca.1783-1784). Fuente: Wikipedia.
El rey y su gobierno; Carlos III y sus ministros
Carlos de Borbón accedió al trono español en 1759 tras el fallecimiento de su hermano, el rey Fernando VI, y reinará con el nombre de Carlos III. Popularmente se le ha denominado como “el mejor alcalde de Madrid” debido a los cambios urbanísticos implantados durante su reinado en la villa y corte de la capital de España. Un hecho que refuerza la lectura positiva que en las últimas décadas ha gozado el personaje, merced al impulso de las lecturas progresistas totalmente contrarias a la oscura visión de la que gozó durante buena parte de la dictadura franquista. Hasta el punto de considerarse el culmen de la monarquía ilustrada en España.
Lo cierto es que se trata de un rey que llegó a España desde Nápoles con experiencia de gobierno, en la medida en que cabe hablar de gobierno en el entramado del absolutismo monárquico, pues fue rey de Nápoles y Sicilia entre 1731 y 1759. Y que en su equipaje no portó solo ropajes, pues trajo a España, junto a otros colaboradores italianos, a un político de su máxima confianza y más alta estima: Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache. Protagonista involuntario del motín que tanta fama pública ha dado a su nombre aristocrático. Esquilache fue un militar y político siciliano del que se han destacado algunas características importantes para aproximarnos a su carácter. Como su actitud política al tiempo resolutiva y autoritaria, dentro de los límites y coordenadas del Despotismo Ilustrado (Domínguez Ortiz, 1980).
Retrato del marqués de Esquilache hecho por Giuseppe Bonito (1759). Fuente: Wikipedia.
Leopoldo de Gregorio tampoco era un novato, mucho menos un hombre nuevo, al pisar el suelo español: era titular de los marquesados de Trentino, de Valle-Santoro, de Esquilache, príncipe de Santa Elía, gentilhombre de cámara y teniente general. Además de haber sido premiado con las grandes cruces de San Genaro y del Águila blanca de Polonia, ya había ocupado la cartera de Hacienda del Reino de las Dos Sicilias. Por lo tanto, solo cabía verlo como un personaje totalmente desconocido en España. De ahí que la confianza mostrada por Carlos III a la hora de dejarle dirigir los designios de sus territorios, generase pronto los recelos de la nobleza tradicional y del pueblo español. Pues que un político extranjero comenzase a reformar algunos pilares de la estructura del Estado Moderno en España y quisiera modificar en clave moderna algunos usos y costumbres arraigados en la población, se interpretó como una provocación.
Su poder llegó a ser tan alto que ya fuera de manera oficial u oficiosa, acabó “metido en tantas y tales incumbencias” tanto en la península como en América, que “se le multiplicaban los enemigos”: “por opuesto al Pacto de Familia, lo que querían bien los franceses, le miraban además de mal ojo los que medraban a la sombra de los abusos por el perjuicio que les traían las reformas; los parciales de la preponderancia monacal por innovador y regalista, y el pueblo todo por su calidad del extranjero”. A lo que se añadían las murmuraciones sobre la forma en que su mujer “negociaba las gracias Reales tan sin cautela, que apenas faltaba otra cosa que la voz del pregonero para dar a su casa las apariencias de los lugares donde se adjudica al mejor postor lo que se casa a pública subasta”, y las supuestas infidelidades del matrimonio (Ferrer, 1856, p. 8).
Casa de las Siete Chimeneas de Madrid en el siglo XIX que habitó Esquilache y su familia. Fuente: memoriademadrid.
En general la visión de la política ejecutada por Esquilache ha sido positiva para autores liberales decimonónicos como Ferrer. Quien atribuye al marqués italiano las bondades económicas de los primeros años del reinado de Carlos III, porque “aun desviándose pocas veces de los caminos rutinarios, se esforzaba en desterrar abusos; hacía inspeccionar las rentas de las provincias por visitadores especiales; activaba la reversión a la Corona de las numerosas enajenaciones que daban testimonio del desgobierno antiguo; disminuía los empleados para simplificar la acción administrativa, y aumentaba los sueldos para que la moralidad y la pureza dilataran más y más sus raíces”. Ahora bien, sus políticas no revertían solo para beneficio del Estado y de la Corona, sino que tuvieron un correlato egoísta. Pues todo lo hacía “sin desperdiciar coyuntura de menudear las mercedes, con el fin de formarse una clientela de agradecidos entre los que le podían originar daño” (Ferrer, 1856, p. 6 y 7). Lo que le hizo colocarse muy alto en las altas esferas del poder estatal y estar en condiciones de colocar a sus hijos, aunque fueran niños, en distintos puestos de la administración y de la Iglesia de la Monarquía Hispánica. Así, entre los diversos cargos que ocupó, destacó como secretario de hacienda desde 1759, como secretario de Guerra desde 1763 y, de forma interina, como secretario de Gracia y Justicia. Siendo esta acumulación de cargos, junto a su ostentoso tren de vida, los que favorecieron que, desde el inicio de sus labores de gobierno, el malestar popular ante las primeras medidas reformistas tomadas por Carlos III se dirigieran contra su ministro siciliano.
Cuadro de la estatua ecuestre de Carlos III y el Edificio Real Casa de Correos de la Puerta del Sol de Madrid. Fuente: texfoto.com
Merced al apoyo de Carlos III, Esquilache se dedicó, entre otros asuntos, a establecer montes píos para socorrer viudas y huérfanos de militares y de otros servidores del Estado. Donde sobresalen el colegio de Artillería del alcázar de Segovia o la creación de la lotería en España en 1763. Importada desde el sur de Italia. Legisló a favor de la liberalización del mercado de granos, empedró las principales calles de Madrid y cuidó de su limpieza y alumbrado público. También ordenó construir edificios civiles (Real Casa de Correos y la Casa de la Aduana) y religiosos (convento de San Francisco el Grande) de gran talla artística neoclásica. Porque entre sus principales desvelos como persona adscrita al ideal ilustrado, estaba el situar la calidad de vida madrileña a la altura de las grandes ciudades europeas.
Madrid en 1759
Debemos partir de la base de que el Madrid que Carlos III y Esquilache encuentran en 1759 era el prototipo de “una ciudad sucia, en la que no existía un adecuado sistema que la librase de sus inmundicias”. Ante lo que este personaje ilustrado y un rey que había contribuido a engrandecer el paisaje monumental del mezzogiorno, como por ejemplo lo prueba la fastuosa y bella Reggia di Caserta, tomaron cartas en el asunto. Esquilache era más un hombre de ordeno y mando que un personaje puramente intelectual, por lo que aprovechando el poder que Carlos III puso en sus manos comenzó a cambiarlo todo: mandó abrir pozos negros en las casas, prohibió arrojar inmundicias por la venta, obligó a limpiar las calles… (Fernández Álvarez, 1979, p. 435) En suma, no solo quiso reformar el Estado por dentro sino que tenía la intención de cambiar también el escenario, la superficie de Madrid. A la sazón la ciudad desde donde se dirigía entonces uno de los mayores estados del mundo. Mientras también modelaba el país y al paisanaje en clave moderna y europea. Lo que obligaba a modificar ciertas costumbres tradicionales.
Plaza sita en la plaza Antón Martín de Madrid en recuerdo del motín de 1766. Fuente: memoriademadrid.es.
Los hechos: el motín de 1766
A pesar de lo portentoso del motín que se inició el día 23 de marzo de 1766, lo cierto es que ya desde el día 10 se habían producido algunos tumultos y protestas populares que se solucionaron con multas y arrestos contra sus protagonistas (González Calleja, 2020, p. 21). Pero no fue hasta el Domingo de Ramos de aquel año cuando las bases del poder absoluto de Carlos III llegaron a temblar durante unas 48 horas. Pues ese año, los acontecimientos sociales y políticos que se produjeron en Madrid, dejaron a un lado la festividad religiosa que inicia la Semana Santa. En general, no es difícil explicar y sintetizar lo ocurrido porque muchas explicaciones historiográficas y muchas crónicas contemporáneas a los hechos tienen varios puntos en común. Aun así, lo cierto es que no es posible presentar un único relato sobre el asunto debido a la multiplicidad de puntos de vista y a los detalles que cada relato presenta sobre el mismo tema. Por lo cual se hace necesario sintetizar al máximo la información historiográfica disponible, sin disimular las distintas interpretaciones que los especialistas han realizado y los matices que cada relato presenta.
Uno de los primeros historiadores en narrar el inicio del motín (Ferrer, 1856, p. 14) señaló que todo comenzó a las cinco de la tarde del domingo 23 de marzo cuando un embozado se presentó “con ademán provocativo” frente al cuartel de la plazuela de Antón Martín. Ante lo que el oficial de guardia le recriminó su actitud y su atuendo contrario a las últimas disposiciones que obligaba a recortar la capa y los sombreros de la población madrileña. Dando lugar al siguiente diálogo:
“-¡Oye usted, paisano! ¿No sabe usted la orden del rey?
-Ya la sé.
-Pues entonces, ¿por qué no la obedece usted y se apunta ese sombrero?
-Porque no me da la gana”.
A partir ese instante cesaron las palabras y salieron a relucir las espadas. El oficial reclamó el auxilio de sus soldados y el personaje anónimo hizo lo propio mediante un silbido; la señal convenida para que de repente aparecieran tres decenas de paisanos armados que quitaron, sin luchar y sin mucho esfuerzo, las armas a los sorprendidos soldados. Tras este hecho, las tres decenas de paisanos se fueron por la calle Atocha gritando y dando vivas al rey y a España y mueras al ministro Esquilache.
Aunque no varíe en lo esencial del hecho histórico, lo cierto es que las aportaciones de la historiografía en el siglo XX han añadido mayor precisión y riqueza informativa. Así, una de las visiones actuales más comunes y completas señala que el primer episodio del motín comenzó entre las cuatro y las cinco de la tarde cuando dos embozados, en vez de uno, se presentaron frente al Cuartel de Inválidos sito en la plaza de Antón Martín. Manteniendo que fue su silbido lo que atrajo más embozados armados con estoques que se habían reunido en una taberna de la calle Amor de Dios. Entre ellos, se ha destacado a un calesero llamado Bernardo que parecía llevar la voz cantante porque que a voz en grito dijo: “¡Viva el rey! ¡Viva España! ¡Muera Esquilache!” dando inicio al motín propiamente dicho. Y a medida que se han dado a conocer los testimonios diplomáticos sobre el motín, se ha descubierto más información que permiten continuar el relato histórico. Verbigracia, según el relato del embajador de Saboya el motín estalló entre las seis y las siete de la tarde e implicó a una muchedumbre de tres o cuatro mil personas en torno a la casa del marqués de Esquilache “con intención de matarlo a él y a su familia y de quemar el edificio”. Al no encontrarlos en casa –Esquilache estaba fuera y luego se refugió en el Palacio Real mientras que su esposa buscó refugio en casa del embajador de Holanda antes de trasladarse a un convento-, los amotinados destrozaron cristales y enseres del edificio al grito de “viva el rey y que se ahorque la casa de Esquilache y muera el mal gobierno”. Desde su prisma no se trataba de un motín al uso, sino de una “revolución” popular sin liderazgo claro.
Por el relato del embajador de Austria, además sabemos que la multitud no solo destrozó, haciendo gala de una furia desatada, todas las farolas de Madrid y varias ventadas de edificios principales que encontraban a su paso, sino que detuvieron el tráfico de carruajes (como le ocurrió al que transportaba al diplomático de Austria) para obligar a sus ocupantes a punta de navaja a declarar su deseo por la pronta muerte de Esquilache y por el triunfo de la protesta popular. Pues a quienes no paraban les tiraban piedras. Unos proyectiles improvisados que, paradójicamente, eran obtenidos por los amotinados de los empedrados que el propio Esquilache había hecho colocar en las calles de la ciudad (Andrés-Gallego, 2003, p. 17 y 19).
Otros autores han destacado que después del primer estallido acaecido en Antón Martín, la masa se dispersó por la calle Atocha. Verificándose la primera revuelta popular propiamente dicha, con cerca de cinco mil personas, en la Plaza Mayor. Desde donde se dirigieron a casa de Esquilache y luego al Palacio Real (Fernández, 2001). Según el renovado trabajo de Gómez Urdáñez (2020, p. 169) tras el episodio del embozado y los guardias en Antón Martín, los primeros gritos de “Viva el rey y abajo el Gobierno” que fueron atrayendo público, fueron dando paso a la consigna de “Viva el rey y muera Esquilache”, a medida que se iba produciendo una mayor reunión de amotinados. Señal, a su juicio, de la influencia política que sobre el episodio tuvieron ciertos personajes no identificados que invitaron a beber y se encargaron de financiar la insurrección popular en las tabernas. Donde se habían comenzado a pronunciar vehementes discursos sobre la “defensa de la patria”, la “justicia” y los “derechos” de los españoles atropellados por Esquilache, un ministro extranjero al que se le culpaban de todos los males.
Según un testigo presencial anónimo, a quien se presupone una sólida formación académica, que legó su crónica particular sobre esa jornada, fue a las cinco y media de la tarde cuando aparecieron ciento cincuenta hombres “armados de capas y sombrero chambergo” en la plaza de Antón Martín. Y fue esta vanguardia amotinada la que armada con espadas comenzó a destrozar la casa de Esquilache. Cumplida esta tarea y no encontrando al marqués italiano en su domicilio, se dirigieron al Palacio. Para entonces “se les había sumado el infinito pueblo”. A todas luces un número superior a las fuerzas encargadas de mantener el orden en la capital. Porque en lo relativo a la defensa del orden público de Madrid apenas se pudo movilizar a unos dos mil soldados. Un número parecido al de amotinados según nos aportan otros testimonios coetáneos a los hechos, de la misma calidad y factura que los anteriores, cuando hablan de la concentración de una muchedumbre reunida en el Paseo de las Delicias a las cinco y media de la tarde que entró luego a Madrid y que alcanzó la cifra de dos mil personas una hora después, cuando los amotinados fueron a buscar a Esquilache a su residencia. Y que solo posteriormente dobló ese número, llegando a las cuatro mil personas, para las ocho y media de la tarde (Andrés-Gallego, 2003, p. 24). Una serie de cifras coherentes entre sí a pesar de la disparidad de datos y la dificultad de saber el número exacto de personas implicadas en la jornada de protesta, porque, por otro lado, se ha calculado que un total de cinco mil personas que caminaban hacia la Plaza Mayor para asistir a la procesión de las Palmas típica del Domingo de Ramos, se movilizaron para participar en el motín al grito de “¡Viva el sombrero redondo! ¡Viva España!”. Y tuvieron que ser detenidas por el duque de Arcos, jefe de la Guardia de Corps, y sus 600 efectivos en las cercanías del Palacio Real (Fernández, 2016). Las estimaciones más altas cifran en unos 7.000 a los amotinados cuando la masa llegó al espacio situado frente al Palacio Real (Gómez Urdáñez, 2020, p. 169).
Carlos III desecha reprimir el motín
A pesar de las dudas sobre cómo convenía reaccionar para frenar aquella masa enfurecida que parecía querer romperlo todo a su paso, Carlos III finalmente desechó la idea de reprimir el motín como le aconsejaron algunos allegados. Y con el objetivo de evitar una carnicería que le mostrase como un monarca autoritario, hizo caso a sus consejeros más prudentes y envió al duque de Medinaceli y el capitán de la Guardia de Corps, a la sazón el duque de Arcos, con 600 efectivos para contener y calmar a los amotinados. La efectividad de esta medida fue moderada y parcial, pero no inútil, pues aunque pudieron impedir un hipotético asalto al Palacio Real los amotinados no cejaron en su empeño y expresaron su determinación de hablar con el rey –con su rey- para comunicarle expresamente sus exigencias. No había mucho tiempo que perder, porque si bien se había detenido en un punto concreto el avance espacial del motín, mientras en palacio se resolvía cómo afrontar esa inusual petición la masa se dedicó a romper todas las farolas que acababan de colocarse para asegurar el alumbrado público de la ciudad. Y también a molestar a los transeúntes no implicados en la protesta, obligándoles “a quitarse el sombrero a todos los que encuentran a su paso” (Andrés-Gallego, 2003, p. 17).
La situación se radicaliza
Para las primeras horas del lunes 24 de marzo la situación se radicalizó. Es cuando se registró el primer choque entre la Guardia Valona –tropa extranjera poco querida por los madrileños que ya se había usado en fechas anteriores para reprimirles durante la boda de la infanta María Luisa- y los paisanos, que dejó varios muertos por ambas partes. De hecho hay constancia del asesinato colectivo cometido contra algunos soldados extranjeros que fueron sorprendidos por la calle una vez el motín se había principiado. Los cuales, ignorantes de lo que estaba ocurriendo y abrumados por la feroz masa popular, fueron linchados y quemados. Ante la quietud de la Guardia de Corps que en todo momento prefirió mirar hacia otro lado. Al caer la noche del día 23 la revuelta se había cobrado diecisiete muertos y una treintena de heridos de más o menos gravedad (Soubeyroux, 1978).
Carlos III sale al balcón para calmar al pueblo
Tras estos enfrentamientos violentos entre pueblo y tropa, el rey se alarmó más y fue cuando convocó a sus consejeros. Las opiniones se dividían entre los partidarios de la mano dura sin medias tintas y los defensores del guante de seda que querían evitar un baño de sangre. Siendo los segundos los que convencieron al monarca: Carlos III optó por una salida templada y salió a un balcón de palacio para calmar al pueblo (Domínguez Ortiz, 1980, Fernández, 2001 y 2016 y Soubeyroux, 1978). Entre medias había surgido un curioso personaje “con la cabeza cubierta de ceniza, una soga al cuello y un crucifijo en las manos”, identificado como el padre Cuenca, que ejercía de intermediario entre el rey la multitud (Gómez Urdáñez, 2020, p. 170). Se trata de un fraile gilito (franciscano del convento de San Gil), un misionero popular que apareció, según otros autores, en un balcón de la Plaza Mayor con el fin de calmar al pueblo madrileño amotinado. A pesar de que sus proclamas de paz y tranquilidad no obtuvieron la respuesta pretendida, terminaría siendo el altavoz de la multitud. Porque, según algunas crónicas del siglo XIX, su prédica de paz y amor entre los hombres fue respondida por las siguientes voces populares: “padre, déjese de predicarnos, que somos cristianos por la gracia de Dios, y lo que pedimos es cosa justa” (De Asís Aguilar, 1877, p. 324). Momento en que, según otros autores, se puso al servicio de la causa popular con el fin de evitar una escalada de violencia entre las tropas del rey y el pueblo (Vaca de Osma, 1997, p. 173).
Las reivindicaciones que los amotinados le transmiten a Carlos III eran claras: querían mantener la vestimenta española, el cese de los políticos extranjeros (especialmente el del marqués de Esquilache), la supresión de la guardia extranjera y su alejamiento de Madrid, la rebaja de los precios de los alimentos básicos, la anulación de la Junta de Abastos, el acuartelamiento de las tropas y que el rey concediera estas gracias al pueblo personalmente. El tono del mensaje era al tiempo tan reivindicativo como amenazante, pues se le conminaba a aceptar las peticiones populares en un tiempo determinado presionado por miles de hombres que aseguraban, en el mismo escrito enviado al monarca, que estaban dispuestos a destruir el Palacio Real si sus justas demandas no eran atendidas en tiempo y forma (Domínguez, 1980). Partidario de buscar una salida política, el rey inicialmente aceptó las peticiones del pueblo logrando así calmar el tumulto. Aunque lo hizo con desagrado, forzado por la situación de un pueblo que lo estaba humillando y que aparecía muy desagradecido ante sus ojos por todas las mejoras que había intentado introducir en el reino (Fernández, 2001).
Carlos III abandona Madrid y nuevo motín popular
Mientras pasaba el día y llegaba el martes 25 de marzo, los sentimientos encontrados de Carlos III entre reprimir brutalmente el motín o seguir la senda paternalista, junto al peligro que había vivido el día anterior, le motivaron a abandonar Madrid durante la madrugada en dirección a Aranjuez. Una determinación muy sospechosa, para la que existen varias lecturas complementarias, que los madrileños interpretaron como un desprecio hacia sus reivindicaciones y una amenaza para su seguridad. Llegando a darse voces de que el rey pretendía con su salida reorganizar sus fuerzas militares para que entrasen en Madrid a sangre y fuego y así terminar con el motín. Por eso de nuevo el 25 de marzo estalló un nuevo y segundo motín popular. Que esta vez fue interrumpido por Diego de Rojas, presidente del Consejo de Castilla, a la sazón la autoridad que se encargó en esta ocasión de mediar entre la Corona y el pueblo. Y que consiguió sus objetivos mediante la exhibición de un documento oficial que garantizaba que el rey respetaría todos los acuerdos anteriores y las concesiones realizadas. Lo cual se hizo público mediante la lectura en la Plaza Mayor de ese mismo documento que contenía la respuesta de Carlos III (Fernández, 2001 y 2016). No obstante, otros autores piensan que junto al mantenimiento de las medidas primeramente concedidas al pueblo por el rey (sustitución de Esquilache por un ministro español, anulación de medidas impopulares y el perdón general), lo que también ayudó a frenar el desorden en marcha fue la noticia de que “había ya marchado el marqués de Esquilache a embarcarse para Nápoles en Cartagena, la tarde del día de la llegada del rey a Aranjuez” (Escudero, 2001, p. 308).
La salida el rey de la capital fue sin duda alguna un hecho controvertido en la misma manera en que contribuyó a excitar de nuevo los ánimos populares. Amparando por la oscuridad, Carlos III huyó de Madrid entre la una y las dos de la mañana del día 25 de marzo “amedrentado” por los sucesos del día anterior acompañado por la familia Esquilache, 350 guardias de Corps, la familia real, miembros del gobierno y algunos diplomáticos europeos. Pero la marcha del rey se descubrió horas más tardes cuando un grupo de mujeres acudieron a las 7 de la mañana al Palacio para vitorear al rey y agradecerle las concesiones hechas al pueblo. Señal de que para entonces la seguridad de su persona y de la familia real no corría peligro. En cambio, justo cuando se descubría la fuga real se comenzó a esparcir la voz popular de que el rey pretendía asediar Madrid y finalizar con fuerza militar la revuelta popular. De ahí que la noche del 25 al 26 de marzo se viviese una nueva jornada de insurrección donde los rebeldes se armaron convenientemente para defender sus vidas de la presunta amenaza del poder real. No solo quitándolas a quienes paseaban por las calles y no se unían al proyecto popular de autodefensa, sino asaltando las armerías de los cuarteles de Inválidos donde incautaron “todos los fusiles y bayonetas, espadas, sables y tambores (…) clamando venga el rey” y asegurando que esas operaciones eran de defensa ante “la tropa que se recelaban estaba mandada venir” a Madrid. Por lo demás, se repitieron varias escenas anteriores a la hora de detener a los transeúntes, con independencia de su condición o clase, para obligarles a decir en alto “viva el Rey, muera Esquilache y la puta de su mujer”. Mientras les estropeaban los sombreros para ridiculizar a los temerosos asaltados (Andrés-Gallego, 2003, p. 28).
Los amotinados solicitan el perdón de Carlos III
Pero, por otro lado, y como señal de que la revuelta no era puramente espontánea, los amotinados habían enviado otro texto a Carlos III para solicitar su perdón. Lo que invita a pensar que la marcha del rey de Madrid no fue una idea tan descabellada a pesar de excitar de nuevo el ánimo popular. La redacción de este segundo documento se atribuyó al marqués de Valdeflores que fue condenado por ello judicialmente en el proceso celebrado después. Ese texto no tenía un tono tan combativo como cuando se tenía al rey encerrado en el Palacio Real. Además se le solicitaba –ya no se le exigía- que regresara junto a la familia real a Madrid, que la tropa que acompañase al rey portase un rosario y que las armas de fuego no estuvieran cargadas con bala y se usaran solo para realizar salvas (Gómez Urdáñez, 2020, p. 171).
Por lo demás, sabemos que la madrugada del miércoles 26 de marzo la turba se dedicó a destrozar la casa de Sabatini, el arquitecto italiano que materializó la reformas urbanística planificada por Esquilache. Aunque para entonces no era una protesta popular tan uniforme ya que, en parte, se había convertido en una turba ebria que en ocasiones estaba interesada en montar jaleo por mero espectáculo y dar rienda suelta al desenfreno. No obstante, conviene ser rigurosos en este punto, porque al mismo tiempo, otros elementos amotinados planteaban la manera de resistir el envite de la tropa que se pensaba llegaría a Madrid esa misma noche. No hizo falta resistencia. Todo terminó a las siete de la mañana cuando llegó el despacho del rey que informó que Carlos III mantenía sus promesas y otorgaba un perdón general siempre y cuando los amotinados depusieran su actitud y regresaran a sus casas, pues de lo contrario el rey no concedería ningún indulto ni regresaría a la ciudad (Andrés-Gallego, 2003, p. 31). Tras la última confirmación de que las promesas del rey se iban a respetar, los amotinados entregaron voluntariamente las armas incautadas, casi unos cuatro mil fusiles y la mitad de bayonetas. Y se continuaron celebrando los actos y oficios festivos y religiosos propios de la Semana Santa, como si durante casi cuarenta y ocho horas antes no se hubiera vivido ninguna alteración del orden público (Domínguez Ortiz, 1980).
Más información en El motín de Esquilache (II).
Bibliografía:
Andrés-Gallego, J. (2003). El motín de Esquilache, América y Europa. CSIC.
De Asís Aguilar, F. (1877). Compendio de historia eclesiástica general, vol. 2. Imprenta de Alejandro Gómez Fuentenebro.
Domínguez Ortiz, A. (1980). Hechos y figuras del siglo XVIII español. Siglo XXI.
Escudero, J. A. (2001). Los orígenes del Consejo de Ministros en España, vol. 1. Editorial Complutense.
Fernández Álvarez, M. (1979). España y los españoles en los tiempos modernos. Universidad de Salamanca.
Fernández, R. (2001). Carlos III. Alianza.
Fernández, R. (2016). Carlos III. Un monarca reformista. Espasa.
Ferrer, A. (1856). Historia del reinado de Carlos III en España, t. II. Imprenta de los señores Matute y Compagni.
Gómez Urdáñez, J. L. (2020). Víctimas del abolutismo. Punto de Vista Editores.
González Calleja, E. (2020). Política y violencia en la España Contemporánea I. Del Dos de Mayo al primero de Mayo (1808-1931). Akal.
Olaechea, R. (1978). Resonancias del motín contra Esquilache en Córdoba (1766). Cuadernos de Investigación Geografía e historia, 4, p. 75-124.
Soubeyroux, J. (1978). Le “motin de Esquilache” et le peuple de Madrid. Cahiers du Monde Hispanique et Luso-Brésilien, 31, p. 59-74.
Vaca de Osma, J. A. (1997). Carlos III. Rialp.
Vilar, P. (1972). El motín de Esquilache y la crisis del Antiguo Régimen. Revista de Occidente, 107, p. 199-233.
Editor: Universidad Isabel I
Burgos, España
ISSN: 2659-398X
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