David Mota Zurdo Coordinador del Grado en Historia, Geografía e Historia del Arte
Mié, 06/04/2022 - 11:00

Niños de la guerra en una cola esperando

Los niños de la guerra.

Serie: 'Haciendo Historia' (LXXV)

El hambre y la escasez están alojados en nuestra memoria. Mi abuela siempre me ha hablado de los años de la cartilla de racionamiento con lágrimas en los ojos, al recordar la extrema dureza a la que se vio sometida siendo una niña. Tenía 5 años y lo recuerda como si fuera ayer. Son las secuelas traumáticas de una etapa de extrema dureza en los campos castellanos, terrenos muchos de ellos baldíos por la guerra o con baja producción, insuficiente para saciar el hambre. La falta de alimentos y la pérdida de personas cercanas que no tenían qué comer, la solidaridad -muchas veces extrema- de compartir todo (hasta lo poco que tenían) y la búsqueda de comida en cualquier parte, incluso en los bosques y montes cercanos para conseguir frutos que complementaran la dieta, marcan el recuerdo de aquella etapa. Los años de miseria de la posguerra, como me contó mi abuelo, ya fallecido, que con poco más de 7 años se vio obligado a apilar cuerpos con su padre, pastor de profesión, durante y después de la guerra porque su presencia hacía intransitable las cañadas y perjudicaba la tierra.

Recuerdo una conversación telefónica con mi abuela, ya octogenaria, en plena pandemia, que es muy ilustrativa. Con los hospitales sin dar abasto, la ausencia de medicamentos y -literalmente- la gente arrasando las estanterías de los supermercados para hacer acopio ante lo que parecía el apocalipsis, me dijo: “nieto, lo que está sucediendo me recuerda a la guerra. Esto me da respeto, porque recuerdo el hambre y lo mal que lo pasamos, pero no me da miedo porque habrá algo que comer”. Y, más tarde, me subrayó, “en la posguerra nosotros tuvimos suerte, que por lo menos tuvimos algo que llevar a la boca, ya que mi padre, tu bisabuelo, siempre supo arreglárselas para llevarnos al menos una comida diaria al plato”.

Niños pidiendo

Los años del hambre en España. Fuente: Información Center

Ahora en el contexto de la guerra de Ucrania y la huelga de transportes nos echamos las manos a la cabeza porque no tenemos aceite de girasol o porque la leche puede que escasee, pero lo que me transmitió mi abuela ese día no sólo fue una mezcla de fortaleza e incertidumbre, sino una sensación extraña, incómoda. Hace unas semanas, recién iniciada la invasión en el Donbás, volví a pensar en esto al hilo de los comentarios de tertulianos de radio, televisión y prensa sobre las posibles restricciones a los alimentos y el establecimiento de una economía de guerra. Lo hice mientras miraba a mi hija pequeña devorar un yogur y pensé en lo difícil que tuvo que ser para mi familia ver a sus hijos e hijas en dificultad, sin tener nada (o muy poco) que comer. Y me pregunté ¿seríamos capaces de aguantarlo, de sobrevivir? Siempre he dicho que las personas que vivieron la guerra o que nacieron durante ella están hechos de otra pasta. Quizá sea parte de la mitificación de esa generación, a la que admiramos con nostalgia imbuidos por nuestros anteojos presentistas. Y, en parte, puede que lo sea. Porque a veces olvidamos que muchos fallecieron por las secuelas de la guerra y el hambre a edades muy jóvenes. Sin embargo, los que lograron sobrevivir, los que se adaptaron a las circunstancias, los que superaron ese obstáculo marcado por la escasez, son en cierta manera prodigios de la supervivencia, que diría Darwin.

Niños en la Escala. Fuente: El Confidencial

Niños en la Escala. Fuente: El Confidencial

Esta generación se las ingenió para hacer literalmente “magia” con la comida y convertir unos pocos mendrugos mezclados con harina en unas gachas para varios comensales. La posguerra marcó a nuestros abuelos y abuelas, padres y madres, pero también a nosotros y nuestros hábitos. ¿Quién no ha sentido alguna vez remordimientos por dejar comida en el plato? ¿Quién no ha hecho un esfuerzo para acabarse el plato de lentejas, acarreándole una posible indigestión, para no tirar la comida? ¿Quién no ha oído aquello de “cómetelo todo y que no quede nada en el plato”?

Estas sensaciones creo que las hemos experimentado todos, al igual que estas coletillas, que las hemos oído una y otra vez en nuestros hogares. Y es que todo ello guarda una estrecha relación con la tremenda hambruna que sufrió nuestro país entre 1939 y 1952, un periodo en el que España sufrió una enorme carencia de alimentos de primera necesidad, provocando en numerosas ocasiones la muerte por inanición o por malnutrición.   

Miguel Ángel del Arco, profesor de la Universidad de Granada, ha hecho hincapié en el tremendo impacto que tuvo esta hambruna, que debiera ser reconocida al mismo nivel que otras como el Holodomor en Ucrania (1932-1933) o la gran hambruna de Países Bajos de 1944. Este historiador ha indicado que hay elementos originales en cómo se ha recordado el hambre en España: se habla de las necesidades que se pasaron, pero muchas veces no se va más allá, debido a que pervive un silencio que es consecuencia del control informativo del franquismo. Al régimen no le interesó mostrar una sociedad que moría y a la que había prometido “el pan de Franco”. De hecho, no se debe obviar una cuestión: esta ocultación de información guarda relación con otras iniciativas instauradas durante la Guerra Civil con las que “se pedía ayuno” para mostrar el compromiso con la dictadura, como fueron “El día de plato único” o “El día sin postre”.

Las cifras son desoladoras. Entre 1939 y 1942 hubo al menos 200.000 personas que murieron de hambre y enfermedades derivadas de la inanición. Es una cifra notablemente alta para tres años, como queda recogido en Famine in Spain During Franco’s Dictatorship, 1939-52. Aquí, Del Arco trae a colación un episodio escalofriante, demostrativo de las circunstancias a las que algunos de nuestros antepasados se vieron abocados: en un pueblo de Huelva, un grupo de gente se abalanzó sobre un asno recién fallecido para devorar su carne, como si de animales carroñeros se tratara. Este tipo de circunstancias, sumado a que muchos se alimentaron de raíces y hierbas es una muestra de esa etapa ominosa, de la falta de lo más esencial para la vida.

Tras leer este texto, recordé una frase de una persona cercana a mi familia también nacida en torno a la década de 1930. Un amigo de la familia, ya bastante mayor, que tendría unos 13 años durante la posguerra, vino a cenar a casa de mis padres hará unos 15 años. Ese día mis padres pusieron de entrante una ensalada de canónigos. Al verlo, dijo en confianza y en tono jocoso mientras me miraba, “bueno David, estos berros creo que son para ti, porque yo prefiero el filete que viene después. Hace más de 60 años que me prometí que no volvería a probarlos. Estuve casi dos años comiéndolos diariamente de pequeño. No estoy dispuesto a seguir la dieta del jabalí, prefiero comerme al jabalí”.  

Estas y otras historias son fundamentales para entender muchas reacciones desesperadas, incluso histéricas que vemos en los telediarios cuando hay un episodio de incertidumbre como una pandemia o una guerra. Por eso, visibilizar lo que ocurrió durante la posguerra, ponerle “nombres y apellidos”, utilizar conceptos como hambruna o cifrar en número las personas fallecidas sirven para que veamos con mayor perspectiva y complejicemos la historia. De hecho, esta hambruna, como dice Del Arco, ha sido silenciada por las etapas de prosperidad que vinieron después. Pero olvidarlo es negar un episodio traumático para nuestras familias. Es borrar la memoria de cientos de personas que fallecieron y es descontextualizar aquello que oíamos de pequeños de “y ya sabes cariño, no dejes nada en el plato”.

Niñas en la época de la hambruna española. Fuente: hambrunafranquismo

Niñas en la época de la hambruna española. Fuente: hambrunafranquismo

Editor: Universidad Isabel I

Burgos, España

ISSN: 2659-398X

 

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